Aunque a veces tanteo aún
el alarido agazapado en un puño,
aunque a veces reconozco
durante nuestras noches de insomnio
a qué surcos les es propia la ojera,
tú, frágil como la carne ante el cuchillo,
has desmigado espinos
hasta bautizarlos en harina.
Y ahora que ofrezco mis brazos y te acercas,
y un cántaro de luz
me recuerda que todo presentimiento es creíble,
se yergue la llama en tu pedestal,
te vacías sobre mi cuerpo,
hay aplomo en tu nervio;
el hombre es algo más
que un colgajo vertebrado,
dices.
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