Cuando apenas podamos afrontar
la última factura de la luz
porque el noventa por ciento de nuestro salario
sufragará una deuda que no hemos firmado;
cuando amordacemos pedos y eructos
ante el impuesto verde,
quizás nos queden los libros, amor
—si no los han quemado,
si aún el sol es gratis—,
y seguiremos juntos.
Cuando volvamos a anular la cita
de una operación insoportablemente cara,
y disimulemos el dolor de espalda,
los dientes podridos, la tendinitis;
cuando vivamos en pisos esqueléticos
con camas repartidas para varias familias,
quizás nos queden los parques, amor
—si no nos cobran a céntimo el paso,
a nosotros, obesos como tumores de bocio;
y digo pasos como puedo decir
parpadeos, latidos,
resuellos, bostezos—,
y seguiremos juntos.
Cuando el jefe permita cinco minutos libres,
(jornadas laborales
de trece horas, siete en vacaciones,
han prohibido las huelgas);
cuando para comer
tengamos que rascar la mugre apelmazada
en los azulejos de la cocina
o la orina devuelva la fe
a unos labios agrietados,
nos quedarán los recuerdos, amor
—si el gobierno no procesa
mediante sensores sofisticados
la cantidad de pensamientos
que produce nuestra mente
y los empaqueta en haces de créditos
que grava según la energía
de la evocación—,
y seguiremos juntos.
Cuando alguno de los dos, viejos ya,
sacos de hollejo y sarna demasiado rendidos,
decida convertirse
en carne de cuchillo
sin que el otro lo sepa
hasta el día siguiente,
qué nos quedará, dime.
Ellos, amor, siempre quedarán ellos;
y mansiones sin libros,
y ciudades sin pájaros ni parques,
y hombres sin memoria.
Y el silencio común que nos ungió de ruina.