domingo, 2 de abril de 2023

El peluquero del pueblo

     
    ¿Sabía usted que la peluquería de mi padre fue el primer establecimiento del pueblo? Sí señor, antes que los bares y el ultramarinos de doña Francisca. Aunque tampoco era un establecimiento propiamente dicho. Cuando el abuelo falleció, mi abuela trasladó la cocina a donde antes tenía él su taller de carpintería, a la parte de arriba de la casa, quedando vacío el cuartito que daba al corral. Y mi padre, que era un manitas, pensó que, igual que esquilaba ovejas, también podía cortar el pelo a los hombres del pueblo. Total, que acomodó como pudo el poco espacio que quedaba de la antigua cocina y fue comentándolo a todos los vecinos: corte de pelo, 5 pesetas. Pero en aquella época las ratas eran más ricas que nosotros; por eso al principio los hombres pasaban delante de nuestra casa recelosos por el problema de mi padre, ya sabe, no querían irse sin una oreja, ya ve usted qué tontería, qué les molestaba arar la tierra o cortar leña desorejados. Pero mi padre, como le digo, osado y soñador, cambió las pesetas por mercancía; entonces podía usted cortarse el pelo por un pedazo de unto, medio manojo de grelos o un mandil lleno de patatas nuevas. Así, de un día para otro empezaron a entrar por el corral los hombres del pueblo. Siempre después de comer, porque por la mañana trabajaban y por la tarde trabajaban aún más. Sacrificaban la siesta y aparecían como helechos tras la lluvia dando golpes a la cancela y llamando a voz en grito a don José.
      Como le decía, mi padre, que Dios le tenga en su Gloria, era un valiente y un visionario, y poco a poco fue aumentando la clientela. Aunque no crea que fue fácil. Trataba a los vecinos como a ovejas a las que había que trasquilar y, efectivamente, acababan con una parte de la cabeza con el pelo más largo que la otra, el cuello ensangrentado o alguna oreja herida. Pero ellos jamás se quejaron ni pegaron a mi padre, conocedores de su nueva tara. Iban, conversaban con él, aguantaban el dolor como jabatos, subían a la cocina a dejar el trueque a mi abuela y bajaban de nuevo para salir por la cancela más mal que bien, con mierda de gallina en las botas y el pelo al tuntún.
        En verano perfeccionaba su arte cortando el pelo a las ovejas. Sí señor, cortaba el pelo, no esquilaba. Las pobres aguantaban sus tijeretazos con paciencia y las acicalaba, no se lo creerá usted, como artistas de cine. Con tanta maña lo hacía que las vecinas se paraban en mi finca para admirarlas, y hasta comencé a distinguirlas por el corte de pelo, así que cuando las llamaba sabía perfectamente a quién me dirigía. Una mañana muy temprano se acercó a la cancela doña Fina. Hizo señas para que se acercase mi padre y le ofreció un cerdo para matanza a cambio de un corte igual que el de la Amarela, la oveja más aristocrática del rebaño. Al principio le sorprendió, ya que no había contemplado ser peluquero de mujeres, pero dijo que sí con más miedo que seguridad, porque no quería que su ceguera desgraciara a alguna de las mujeres del pueblo, que la pobreza no tiene nada que ver con la coquetería. Quedaron ya entrada la noche, cuando todo el mundo estaba en la cama, las gallinas en el gallinero y el corral limpio. Fue la primera vez que vi cortar el pelo a mi padre. No debió de ser sencillo a la luz del candil, pero me di cuenta de que su truco fue manejar a doña Fina con la misma delicadeza con que trataba a las ovejas. Tan fetén fue el asunto que al día siguiente doña Fina fue jactándose de que había ido a la capital a cortarse el pelo porque su hijo le había enviado dinero desde Suiza para regalarle algo por su cumpleaños. Y mi padre no sé enfadó. Poco tiempo después se supo la verdad, y las demás vecinas empezaron a venir a la peluquería sin importarles que fuera de día, que se encontraran con su marido o que volvieran a casa con mierda de gallina en los zuecos.
        Hubo un momento en el que el pueblo comenzaba a estar peinado como borregos, todos con un corte de pelo distinto, eso sí, que mi padre era bruto pero creativo. Mi abuela tenía la alacena a rebosar de comida y las ovejas servían de modelo de revista. Mi padre, mientras, ya con ceguera total, me enseñaba el oficio: él acariciaba las ovejas y yo admiraba cada uno de sus trabajos, tan novedosos para esa época: al tazón, con flequillo saliente, con una rasta que casi tocaba el suelo, ahuecado… una pena que no pudiera ver los diferentes degradados, cómo el sol hacía brillar las mechas multicolores, los reflejos.
       En fin, don Anselmo. Que como dice el poeta, hay golpes en la vida, tan fuertes… Una mañana mi padre no se levantó de la cama ya y mi abuela corrió tras él como si fuera Ovidio en vez de Dafne. Así que decidí vender la casa, las ovejas, los conejos y las gallinas y venirme a la capital a montar mi propia peluquería. Antes hice fotos de cada una de ellas para ponerlas en las paredes; por eso los niños al salir del colegio se quedan embobados mirándolas hasta que las madres les dan un coscorrón para que se muevan. Y como sabe que de mi padre no solo heredé la maña con las tijeras sino la enfermedad de la vista, hasta que la edad y no la ceguera me lo permita seguiré cortando el pelo como a las ovejas. Ea, ya hemos acabado, ¿puede verse en el espejo? ¿está así a su gusto? Perfecto, pues son 10 pesetas.

Hijas de la abundancia

  En los cotiledones nace el tiempo, pero el tiempo es granizo que no cesa.  Eso ya no importa mucho  ahora que la hoja, desmembrada, cae ha...