Gobierna en el Olimpo
una kakistocracia dipsómana y corrupta
que ha convertido el icor en purín.
Gajes de la endogamia y el incesto.
Y es que Caronte no tiene ni un alma
que llevarse a la barca.
Los hombres han rajado sus espejos.
Vagan casi invisibles como piedras de niebla.
Giran sobre sí mismos, se entrechocan,
balbucean canciones descuajadas.
El viejo los observa con curiosa extrañeza.
¿Han sido capaces de malgastar
los óbolos prostituyendo a Psique?
Son guiñapos zurcidos por una eternidad
donde nunca volverán a pulir
el peso de sus nombres.
Una argamasa sin ojos que cruje.
Esta noche es compacta
la pútrida humedad del Aqueronte.
Desenreda de sus greñas el mechero
con el que Perséfone le obsequió
cuando Hades le hizo indefinido
y se enciende un cigarro.
En el mechero, brillante como una
enorme garrapata, aún puede leerse
Recuerdo del Leteo.
Ha pensado en buscar otro trabajo,
quizás taxidermista de animales
sagrados o bordador de mortajas.
Unirse al club de plañideras griegas.
Pero su currículum se resume
en una eterna labor: psicopompo.
Caronte sueña con yates lujosos
y remeros de bronce; lanzarse al mar abierto,
rascarse el escozor de la sal en los ojos.
Pero ahora, cuando ve que los hombres
arrastran, derretidos y confusos,
el vacío impalpable del futuro,
tampoco se conmueve:
el alma es su sustento y por su culpa
podría Orfeo robar sus costillas
y usarlas como lira.
Porque el dracma es el dracma
y la cornucopia boquea hueca.
Estamos otra vez a fin de mes.
Caronte sigue en paro.
Caronte conversa con un eídōlon (Oxford, Ashmolean Museum).
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