Es un laberinto rocoso
bajo
la constante fragua de lluvia lenta.
Sus ojos, macerados en arena
verde, parecen dos
llamadores de ángeles
que invitan a la comunión sagrada.
Y mientras dibuja isobaras
en mis omoplatos, desaparezco
en su pecho y escucho
la magia de ciudades sumergidas:
locomotoras de vapor inician
su recorrido, se acercan zancadas
de gigantes, tambores excitados
presagian el combate.
Me acaricia las noches
con su risa indecible.
Es una madeja líquida
sobre
la paciente erosión de carne tibia.
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