jueves, 27 de enero de 2022

Siempre

 

   —¿Sí?
   —Hola, buenos días, ¿podría hablar con don Toribio Quiroga Mariño, por favor?
   —¿Quién le llama?
   —Dígale que soy un antiguo alumno.
   —Si es usted alumno del año pasado sabrá que los teléfonos particulares que aparecen en el anuario no deben utilizarse para cuestiones lectivas.
   —No, no. No es eso, estudié en el colegio Antonia Ferrín hace muchos años y acabo de encontrar por casualidad este teléfono.
   —Oh, espere un momento.
   —…
   —¿Sí?
   —¿Don Toribio?
   —¿Quién llama?
   —Quizás no se acuerde de mí, pero soy un antiguo alumno del colegio Antonia Ferrín en el que usted daba clases de matemáticas y física y química.
   —Huy, pero hace ya muchos años de eso, rapaz. Ese colegio ya no existe y ahora soy profesor en otro centro. ¿Cómo ha dicho que se llama?
   —No se lo he dicho, profesor, soy Daniel Alarcia Torres.
   —¿Quién?
   —El chico recién llegado de Madrid a clase de 6º de EGB que se puso a llorar cuando usted comenzó a hablarle en gallego.
   —¡Arre demo! ¿madrileño?
   —Sí, el madrileño. ¿Cómo está?
   —Oh, pero home, Daniel… Bien, bien. ¿Y sigues viviendo en Cadullo?
   —Qué va. Después del colegio estudié 1º de BUP en un instituto de Santiago de Compostela, pero al año siguiente me vine a Madrid por motivos familiares. Don Toribio… quería darle las gracias.
   —Oh, pero home
   —Usted sabe que llegué a Galicia con doce años. Era un mocoso urbanita que observaba todo con natural curiosidad, pero también con cierta repugnancia: los eternos días lluviosos, el frío que pellizcaba como astillas de vidrio, el olor a bosta de ciertos caminos… Acostumbrado a ser perversamente travieso, di con una abuela inflexible y autoritaria, más devota del grito que de la persuasión y con más maña para zurrar que para acariciar. Pocos meses después ya sabía cavar patatas, recoger maíz, utilizar la hoz para cortar helechos o tojos y el rastrillo para apiñar yesca; partir leña con el machado, lavar la ropa en el pozo… De ahí que al pasar por mi lado en clase mientras estábamos haciendo ejercicios se sorprendiera de mis cortes y moretones. No, no eran producto de las caídas por los juegos.
   —Eso lo supe después.
  —Cuando me llevó al médico para ponerme la vacuna contra el tétanos. Había una zona en nuestro corral en el que acumulábamos la gallinaza y los excrementos de conejo que tapábamos con un plástico. Para que no hurgaran los animales colocábamos maderas en los bordes que apuntalábamos en el suelo con clavos enormes. Un día estaba barriendo el corral y quité una de esas maderas. Con tan mala suerte que los clavos miraban hacia arriba. A medida que iba arrastrando el montículo hacia el plástico, iba andando hacia atrás… hasta que me clavé uno de esos malditos clavos. Y por no violentar a mi abuela, no se lo dije. No sabe usted el esfuerzo que me suponía andar sin cojear a pesar de que me había puesto varios calcetines y una gasa para que el impacto contra el suelo a cada zancada amortiguara el suplicio. Pero no había manera. El colegio era otra cosa, podía no fingir. Y cuando llegué ese día empapado, rendido por el dolor y la impotencia, no pude hacer otra cosa más que hipar cuando me preguntó qué me pasaba.
   —Y en mi despacho me lo contaste todo.
   —Y en su despacho solté todo.
   —Pero no hice nada.
   —Hizo mucho. Una de sus frases fue: A escola é a chave para as follas novas. Y desde aquel entonces comencé a interesarme más por aprender y avanzar. Estudiaba cuando mi abuela dormía o en los descansos de la vendimia; leía por las noches con una linterna consumida. Usted lo intuía y me preguntaba casi a diario, me mandaba a la pizarra con cualquiera excusa, me exigía más que a nadie. 
   —Porque lo sabía.
   —Y se empeñó en llevarme al viaje de fin de curso aunque le dije que no podía pagarlo.
   —Porque te lo merecías.
   —Y después nos perdimos la pista.
   —La vida, rapaz, la vida. Pero home… ¿Y en qué traballas?
   —Escribo para revistas especializadas en golf. Mañana me mudo a Dinamarca porque he conseguido un trabajo allí y estaba organizando la casa y el trastero hasta que he husmeado en una caja donde estaban las notas del colegio, las carpetas con las firmas de los compañeros cuando regresé a Madrid, las fotos de los festivales de fin de curso y los anuarios con los teléfonos de los profesores. De repente, ha aparecido su foto y su número y he decidido llamarle para darle las gracias.
   —Oh, Daniel. Moitas grazas, neno. Me has hecho llorar, menos mal que mi mujer ha salido a leriar con las amigas. De las pocas cosas que no esperaba a mi edad era tu llamada, pero es verdad que muchas veces he pensado en ti, en qué sería de tu vida y la de varios de tus compañeros.
   —Parte de lo que soy se lo debo a usted. Cuídese, profesor.
   —Madrileño… 
   —A escola é a chave para as follas novas.
   —Pero home, sempre.

1 comentario:

  1. Qué relato más evocador. No sé si habrá algo de autobiográfico, pero está muy lograda la ambientación y el personaje de Toribio. Qué grandes propuestas para el concurso, compañero! Mucha suerte. Adelante!

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