Para que el viento tienda
su terca liviandad de luciérnaga-topo,
han sido necesarias muchas piedras,
parapetos de pájaros
y heridas como ruinas de amapolas.
Para entender la lógica
con que ordena cardúmenes y olas,
o su afán por arpar
la geometría de hojas en movimiento,
preguntadle de qué ausencia huye,
dónde perdió su sombra,
qué dios ciego le robó la palabra.
Entenderéis, entonces,
por qué es feliz cuando la luz lechosa
lo atraviesa,
por qué se vuelve cuarzo
en los brazos del mundo.
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