Me tienes el alma manga por hombro,
anárquico igual que la habitación
de un niño revoltoso.
El sol se me enmaraña
en el pelo, y trato de encajar
cada pieza que el sexo
ha escondido en tu casa
apodando domingo a las semanas.
Apresando pedacitos de oxígeno
que la ciudad olvida
en las asfixiantes tardes de agosto.
Inquieto. Nervioso. Desencajado.
Subido a la estela del hombre que fui
antes de que tu saliva
me calara hasta los huesos.
Me tienes como pollo sin cabeza,
jugando a la rayuela con los adoquines,
saltándome el cansancio y las ojeras;
tratando de controlar mis impulsos
para no llamarte cada dos minutos
y escuchar tu voz de tizón candente.
Has sacudido las últimas
virutas de tristeza
que se habían quedado
agazapadas entre las arrugas
de la melancolía.
Galvánico. Saltarín. Bifurcado.
Tatuándome este instante en el brazo
que me ayuda a poetizarte como
premio a su lealtad
durante tantos años.
Construyendo un arpa con mis tendones
para cantarte a voz en grito.
El amor me chorrea por la espalda.
Por tu culpa mi cuerpo
deambula electrizado
esperando con ansiedad las manos
que lo acaricien vorazmente.
Estoy enamorado hasta las trancas.
Eufórico. Flotante. Descentrado.
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