domingo, 3 de octubre de 2021

En el lago de Starnberg

     Summer surprised us, coming over the Starnbergersee.

 

Flotan las últimas embestidas de junio. Cuando el agua comienza a filtrarse a través de los zapatos, millones de gimnotos sacuden su cuerpo como trenes que descarrilan. Pero el rey permanece ajeno a los calambres. Ha estado toda la noche vagando en uno de sus trineos dorados y se siente adormilado. O quizás el médico Gudden le ha escondido algún tipo de somnífero en la comida que le mantiene somnoliento. Sin embargo, se resiste a cerrar aún los ojos; por eso permanece inmóvil durante unos minutos mientras contempla las montañas que intentan sacudirse los nudos rezagados de nieve. De hecho, el silencio bávaro le arrastra a su infancia, al castillo de Hohenschwangau, donde su hermano Otto y él jugaban felices a ser los héroes germanos que los observaban desde los tapices y pinturas de las paredes; la infancia siempre es un mito hermoso para el hombre que aún no ha madurado. Pero sabe que no le echará de menos: en el fondo solo desea estar en sus aposentos de Neuschwanstein. Ha sido terrible comprender que es un hombre incomprendido emplazado por la providencia en un tiempo erróneo.

Avanza varios pasos y el lago comienza a lamerle las rodillas. Ahora le dentellea un atisbo de miedo, de incredulidad melancólica. Aun así, debe seguir adelante con la misma inusitada fortaleza con la que cumplía milimétricamente las órdenes a la hora de estudiar y ejercitarse de pequeño, controlado por sus preceptores ante un padre ausente, una madre demasiado protectora y un hermano que empezaba a mostrar signos de trastornos mentales. Se comprendería, entonces, que la falta de la figura paterna le llevara a refugiarse en el talento de Wagner. Porque nadie le preguntó nunca, porque él no nació para los asuntos políticos, porque el deber endémico chocaba con su deseo de dedicarse a la poesía y escuchar óperas. El anillo del nibelungoTristán e IsoldaLohengrin. Ah, Lohengrin, ah querido Wagner. No se cumplió el mito, amigo. Ningún hombre vino a salvarle porque Paul tampoco está. Todavía recuerda al príncipe ensayar a tus órdenes en una armadura plateada con esa voz grave para actuar el día de su vigésimo cumpleaños. Ninguno de los dos le acompaña ya. Incluso sus sirvientes, de los que se rumorea que se acuesta con ellos, han comenzado a rehuirle y a cuchichear. Y esa falta de respeto le duele.

Su pecho está anegado y sonríe tímidamente cuando imagina a su prima Sisi desde el palacio de Possenhofen abroncarle de forma cariñosa por adentrarse tanto en el lago. Gaviota recitaría desgañitándose versos sobre el azul de sus ojos desparramado por Starnberg. En un giro dramático, cerraría las ventanas emocionada y seguiría con sus tareas. Porque Sisi sabe que el rey es un experto nadador; lo que ignora es que a el ya no le quedan ganas de nadar.

Es hora del último acto, el agua le llega a la altura de la nariz. De pronto, un cisne se cruza delante él y comparten una fugaz mirada. Lohengrin, oh, Lohengrin. Su madre le contaba durante los paseos por la montaña que en la mitología griega el cisne era un ave asociada a Apolo como dios de la música porque se creía que poco antes de morir cantaba una hermosa melodía. El cisne baja el cuello y se aleja lentamente. Entonces, el rey evoca los acordes de una canción cuyo título no recuerda. Y cierra los ojos. Os dirán que estaba loco, pero él, Luis II de Baviera, es agua.




La perfumista

 

   —Tapputi, cariño, ¿has visto por algún lado la olla y el caldero?
   —No, mamá.
   —Qué raro, voy a volver a buscar y preguntaré también a tu hermano por si se los ha llevado para jugar con sus amigos. Tu padre viene en un rato de construir el nuevo zigurat y no tengo dónde hacerle la comida.
   La joven escribía absorta en su habitación un tratado sobre perfumes. Quería dejar constancia de los últimos avances de sus ensayos. Durante los últimos meses había estado experimentando en las afueras de Babilonia una nueva técnica que al mezclar aceite de flores, miel, agua, cálamo y mirra resultaba un aroma fascinante. Y creía haberlo conseguido. Allí estaban enterrados los utensilios que su madre buscaba ahora. Y de ahí el rechazo por Whatsapp a la invitación de su amigo Utu-Oannes para beber cerveza esa tarde de domingo.
   Sobre todo porque cuando levantaba la cabeza y estiraba el cuello, releía el anuncio que había arrancado en unos puestos de pan de la ciudad: el rey, Tukulti-Ninurta, buscaba una supervisora para el palacio que estaba construyendo en la nueva ciudad. Entre las funciones figuraban la inspección de las cocinas, la vigilancia en la limpieza de las estancias y la fabricación de esencias para la familia real, la libación a los dioses o como regalo a reyes extranjeros. Las candidatas debían presentarse en un plazo de siete días ante el favorito de Assur y Shamash. Así que a lo largo de esa semana estuvo perfeccionando el sistema. Tenía los elementos claros, faltaba el porcentaje de las cantidades para combinarlos.
   El siguiente domingo llegó. Tapputi madrugó mucho para ir a su particular vergel más allá de las murallas. Tuvo cuidado de no mancharse el vestido largo y se había aseado solo con agua para no interferir en el perfume que tenía en mente. Recogió la olla, el caldero y una pequeña bolsa con los productos que utilizaría y se dirigió a la morada del rey.
   A su llegada le impresionó reconocerse mientras un mensajero repasaba en voz alta los nombres de las participantes. Parecía que todas las mujeres de Babilonia se habían concentrado a las puertas del palacio, pero no necesitó esperar demasiado tiempo: cada prueba se hacía en una estancia lo suficientemente alejada como para que las esencias no se mezclaran. Además, cientos de sirvientes iban de un lado para otro a toda velocidad llevándose las muestras, limpiando, aireando.
   Tapputi fue conducida a uno de los cuartos de los pisos superiores. Era tan extraordinaria la edificación y tanta prisa la que llevaban quienes la acompañaban que al llegar tuvo apoyarse en las paredes un rato para recuperar el ritmo de la respiración.
   —Cuando termines de preparar la fragancia, avisa al sirviente que estará esperando en la puerta. Pero no tardes, no tenemos todo el día.
   Las palabras no intimidaron a la joven. Estaba tranquila y confiada. Tan pronto como se cerró la puerta, extendió sobre el suelo los frascos, las bolsitas, la olla, el caldero. Se sabía de memoria la cantidad de cada elemento que necesitaba y el tiempo para conseguir extraer sus esencias.
   Hirvió en la olla una mezcla de flores cuidadosamente seleccionadas y escogidas ese mismo día, aceite de cálamo, mirra y una pizca de miel. Quiso hacerlo a fuego lento para que el vapor se condensara en gotas densas y así diluirlas en una mezcla de agua y alcohol. Era un procedimiento de cuyos resultados estaba orgullosa, porque intuía que las demás muchachas presentarían sencillas mezcolanzas de resinas machacadas. Tapó el aroma en un frasco y avisó al sirviente.
   Este, sin mediar palabra, se ausentó durante un rato. Tapputi creía que la iban a guiar hasta salón real y pronto escuchó numerosos pasos. Ante ella apareció la figura del rey, un hombre alto de facciones duras.
   —Tapputi —la joven volvió a sobresaltarse al escuchar su nombre de boca de Tukulti-Ninurta,— vierte unas gotas del perfume en este pañuelo y explícame los ingredientes que has empleado.
   —Enseguida, rey favorecido de Enlil.
   Tapputi hizo lo que le había mandado el rey mientras Tukulti-Ninurta observaba con interés los utensilios utilizados. Olfateó varias veces la fragancia y, sin mediar palabra, se levantó y se machó ante el estupor silencioso de la joven, que fue conducida con la misma celeridad a las puertas de palacio.
   Estuvo muy desanimada los días siguientes. Había apartado los apuntes y solo ayudaba a su madre en las tareas de casa o salía a beber cerveza con Utu-Oannes. Un martes por la mañana, Tapputi se encontraba sola en casa. Su padre estaba trabajando en el zigurat, su hermano estaba jugando con sus amigos y su madre había ido a la compra. Y llamaron a la puerta. Al abrir, desganada, apareció un sirviente del rey con un mensaje para ella: Tukulti-Ninurta estaba verdaderamente conmovido con el perfume presentado y la forma de prepararlo, así que había conseguido la plaza. De hecho, el sirviente le dio por adelantado el sueldo del primer mes. Y cuando el mensajero se fue, se puso a saltar de alegría y a cantar alabanzas en honor a Isthar. Tapputi había conseguido el título de Belakkallilm, perfumista y supervisora de palacio. Lo primero que hizo fue comprarle a su madre un conjunto nuevo de ollas y calderos.





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